martes, 21 de julio de 2009

Castigo!

Bien, la imagen mía no és (obvio, yo tengo tiránidos, no bretones). Le pertenece a algún miembro de la pagina web que viene indicada en la misma foto.

Esta es una de caballeros para la Reina de Hielo ;).

Elres preparó a su montura con mimo y cuidado, pero sin olvidar los ritos y el respeto que le debía a tan magnífica criatura, regalo de su diosa. La silla era sólida, pero muy ligera, sin adornos, ni baratijas de ningún tipo, pues no estaba pensada para ser exhibida, sino para ser útil. La cabezada firmemente amarrada bajo la quijada, y trás las orejas, con los enganches de la rienda bien colocados en las dos argollas ancladas a una cinta de cuero, a distintas alturas sobre el cuello. Era un animal difícil de manejar, pero para la mano experta, no había ser más fiel, ni más hermoso en todo el mundo.

El pegaso graznó con suavidad, y sacudió la testa, abriendo las alas con nerviosismo, denotando sus ansias, y las de sus compañeros. Sabían que se preparaban para una batalla importante, podía notarlo en el suave temblor de los hombres, en el aroma a sudor que se extendía por el campamento, en las manos expertas, algo rudas, de su jinete, y en las voces, y el manoseo de los cascos de sus compañeros.

Elres subió a su montura. Como capitán encabezaba la escuadra, y guiaba al pequeño pero poderoso ejército, a la vez que desplegaba los planes meticulosamente pensados. Miró a su ejército con el pecho henchido de orgullo. Algunos novatos rezagados subían a sus monturas con cierta torpeza, provocando el gruñido de protesta de los orgullosos animales.

"Hombres de los Jinetes!" dijo Elres, sin gritar, pero su potente voz retumbó entre los oídos de su gente.

"Esta mañana se prepara una gran batalla. Sois el orgullo de nuestro Rey, y de nuestra nación, y ellos confían en nosotros para acabar de una vez por todas con el monstruo infiel, hijos del Dios Negro, que masacran y destruyen con sed de sangre nuestros pueblos y aldeas, y devoran a nuestros súbditos."

Un leve "Ave Elros, Ave el Rey!" surgió del ejército, con el tronar de los fuertes lazos que les unían.

"El enemigo es poderoso. No olvidemos que poseen fuertes armas, y los oscuros regalos del Dios Negro. Son astutos, y engañosos, e intentarán distraernos con tretas sucias, para arrancarnos entonces el corazón y ofrecerlo en sacrificio a su Dios. Recordad, no importa si asumen la forma de mujeres, ancianos, o niños, son monstruos igual, demonios salidos de las profundidades del abismo, y merecen el mismo destino que aquellos que se nos presenten como aguerridos guerreros. No importa si claman piedad, ellos no la han tenido con nuestra gente, y nosotros no la tendremos con ellos."
"Y ante todo, no importa si luchan aguerridamente, pues nosotros tenemos de nuestra parte la luz de nuestra Diosa Vida, que nos protegerá, y nos ayudará a expulsar a estos seres que corrompen su bella obra."

Un alto clamor se alzó por toda la ciudad, de tan potente y unido que fue el grito de los guerreros, llamando a gloria a su capitán, a su Rey, y a su Diosa Vida, que finalmente triunfaría sobre la oscuridad corrupta del Dios Negro.

Con un graznido salvaje, semejante al canto del águila cazadora, el pegaso plateado de Elres alzó el vuelo, sus grandiosas alas de oscuras puntas ensombrecieron a la gente que despedía desde la plaza de la ciudad a su ejército glorioso. Siguiéndole, toda la escuadra cubrió el cielo en un parcheado de tonos que variaban desde el gris nuboso, al blanco niveo, pasando por el marrón rapáz, y el oscuro tormentoso. Viraron sobre la ciudad para pasar ante el palacio, y rendir así homenaje a su Rey, y a su joven Reina, que los despedía desde el balcón, engalanado el monarca con sus galas militares, y vestida ella con sus prendas más finas para honrar la voluntad de la Diosa Vida.

Marcharón así, en formación, hacia el lugar donde los demonios malditos se ocultaban, unas profundas cavernas que horadaban las montañas, donde antaño se contaba vivieron nobles enanos, y de los que hace siglos nada se sabe. El vuelo sería largo, y eso le dio tiempo a Elres para pensar, pues estaba prohibido hablar en vuelo si no era necesario, y molestar así la paz de los cielos de la Diosa Vida, y el instinto de sus nobles monturas, regalo de su Diosa.

Elres pensó en los enventos, que tan rápido se habían desarrollado. La familia real de un reino vecino, aliados del Reino, había sido asesinada por una bestia salvaje, lo que supuso un duro golpe a nivel diplomático puesto que había interés en forjar una unión con dicho reino, mediante un matrimonio real con el hijo del Rey, y la princesa vecina.

No se tardó en encontrar al culpable, uno de aquellos monstruos lupinos, un Licántropo. No se trataba ya solo de sed de sangre, pues esta se saciaba con la masacre a pequeños pueblos. Esta vez fue un ataque diplomático hacia el Rey, y si bien este luchó con ahínco contra los mosntruos asesinos, esta vez fue algo personal que ya no pasaría.

La Reina, por su parte, estuvo intentando forjar una alianza con los Licántropos, y terminar así con las muertes de ambos bandos, pues estos aseguraban que los ataques los iniciaron los humanos, y ellos solo se defendieron. Menuda estupidez, pensó Elres con un silencioso bufido.

Elres siempre supo que no se llegaría a ningún acuerdo, son unos monstruos, bestias salvajes nacidas de las oscuras entrañas del Dios Negro. Probablemente ni tan siquiera nazcan de hembra alguna, con padre conocido, y surjan de esporas grasientas en la tierra, o quizá huevos vomitados por aquel infecto Dios.
Con seres como aquellos, bestias inmundas, criaturas inhumanas, sin honor, y sin corazón alguno, no se podía pactar. La única palabra que servía era el exterminio, acabar con ellos y extirpar así una plaga del corazón de la Diosa Vida.

LLegaron a media tarde a la negra caverna que eran las entrañas de la Montaña Roja, guarida de aquellos monstruos. En silencio, a una señal manual de Elres, prepararon la estrategia tan cuidadosamente tejida, enarbolando las lanzas, y preparando sus monturas para entrar en la cueva.
"Recordad..." pénsó Elres, pese a ser consciente de que no le podían leer la mente.

Lanzó la mano hacia delante, el índice apuntando a la boca de la montaña, y en silencio se deslizaron como veloces saetas hacia el interior de la caverna.

Una vez allí, comenzó el infierno.

Las antorchas que alumbraban los pasillos tintinearon, y algunas se extinguieron con el paso de las potentes alas. El retumbar de los cascos de los pegasos tronó por el interior de las cavernas, y se mezcló con una colección de rugidos guturales, y gritos de pavor, donde costaba distinguir quien era bestia, y quien hombre.

Los pegasos patearon a coces a todo aquel que encontraban. Los guerreros entraban en las cuevas hogar, y ensartaban sin piedad a todo aquel que veían, fuese este niño, que anciano, cachorro que hembra preñada. Sin ningún remordimiento, sin ver en aquellos ojos aterrados de perrillo fiel, o de niño inocente, los Jinetes derramaron sangre por doquier.

EL factor sorpresa jugó bien su papel, y muchos Licántropos cayeron antes de que fuesen conscientes de estar siendo atacados. Ello le dio una ventaja inicial a los Jinetes que nunca habrían obtenido de haber estado los lobos preparados.

No obstante, los gritos de sus compañeros y amigos de manada se escuchaban por todo el complejo laberíntico. El rancio y fuerte olor a sangre se palpaba en los pasillos, y llegaba hasta sus finas narices lupinas, ensalzando así sus ansias de venganza. Los lobos reaccionaban, y comenzaron a emerger, en un caos y desorden absoluto, para defender su hogar y sus familias. Aquí no había discriminación, y luchaba todo aquel que pudiese morder con fuerza, fuese hembra que macho, joven que anciano.
Solo se eximía a los cachorros, que aún no tenían musculatura ni fuerza, ni dientes firmes para poder luchar. Y a los más viejos, que ya no estaban en condiciones de nada salvo de cuidar a la prole, y transmitir las historias de su gente.

Grandes lobos salieron al encuentro de los Jinetes. Seres bestiales, como osos, de rostro lupino, y garras como dagas, se enfrentaron al invasor con el coraje de quien no teme a la muerte. Colmillos afilados desgarraron las gargantas de los pegasos, y derramaron su sangre sagrada sobre el suelo polvoriento de la caverna, para mayor odio de los Jinetes, pues era un crimen capital matar a tan sagrada criatura.

Poderosos músculos agarraban a los Jinetes caídos, y bien las garras de los monstruos bestiales, o bien los colmillos de los grandes lobos, destrozaban la ligera coraza de cuero y efectuaban mortales mordiscos en los cuerpos de los guerreros humanos. En un principio cohibidos por tanta violencia, la vanguardia se vio muy afectada.
Elres ensartó a uno de los monstruos bestiales con su lanza, mientras que su pegaso le pateaba la cabeza a una loba negra con saña. Este fue el aliciente que los Jinetes necesitaban, ver que no eran criaturas inmortales, solo duros oponentes, y horrendos monstruos híbridos.

En perfecta formación siguieron avanzando a través de los pasillos, si bien divididos en pequeños grupos, estaban muy bien organizados, mientras que su enemigo, sorprendido, no tuvo tiempo de prepararse, solo de mostrar su coraje.

Elres, y su valiente pegaso, galopaban por los pasillos, con una mano la lanza de caballería, algo más ligera que las convencionales, y más manejable. En la otra mano, una espada larga y fina, que cortaba carne y huesos como mantequilla. Gritaba lleno de euforia, aullaba como un loco cuando la sangre cálida salpicaba su rostro, su sabor metálico entraba en su boca abierta, sus venas y músculos se llenaban de ese hormiguéo tenso, y agradable, de esa sensación de poder que le inundaba desde el interior.

Cegado por aquella exaltación sobreexagerada, entró como un torbellino en una sala, al galope tendido, ignorando su propio plan, sus medidas de precaución. Un fantasma blanco se lanzó contra su montura, y una explosión carmesí estalló como pólvora de colores ante sus ojos. El mundo se hizo más lento, su pegaso se desplomaba, y Elres se vio catapultado hacia delante. La sangre de su montura lo empapó y le llenó de un fortísimo olor, su cuerpo rodó por el duro suelo, y se detuvo unos metros más allá.

Dolorido y magullado, Elres levantó la vista, y se encontró con la macabra imagen de su pegaso, acostado en el suelo sobre su propio líquido vital, sufriendo espasmos mientras este escapaba de la horrible herida que le laceraba el cuello. Junto al pegaso, con la boca carmesí, una loba blanca lo observaba desafiante.
Tras él, Elres sabía que tenía una estatua que representaba una deidad. Indudablemente, el Dios Negro de aquellos monstruos.

Pero no le prestó más atención, salvo aquella meramente estratégica, pues un ciego odio, una furia como nunca sintió, lo embargó. Un profundo calor sustituyó el dolor de la caída, e hizo estallar sus venas con bullente rabia. Con las manos desnudas, emitiendo un grito salvaje que venía a representar todas las emociones que sentía en aquel momento, se lanzó al ataque de la loba blanca.

Como un parpadeo, donde estuvo la loba blanca, ahora había uno de aquellos seres monstruosos, grandes como osos, de pelambre blanco, y ojos ambarinos. A Elres no le importó, tan grande era su odio, y tan poderosas sus ansias de venganza, por haber asesinado a su compañero, que sintió como la Diosa Vida en persona le insuflaba con la fuerza necesaria para acabar con la loba.

El golpe que le propinó fue tan fuerte, que la bestia blanca se vio impulsada contra una de las irregulares paredes. Tosió y sonrió con irónico placer, antes de lanzarse con un gruñido hacia Elres. Le dio un buen mordisco en el hombro, y lo derribó con su fuerza, buscando con sus mandíbulas el vientre y la garganta.

Con una fuerte patada, Elres la lanzó, y se liberó del ataque. Como un rayo, se levantó y se abalanzó sobre ella, antes de que se pudiese recuperar. Consumido por la rabia, se ensañó con ella, abriendo heridas en su piel, y manchando el blanco manto de carmesí.

La loba se lo sacudió de encima con un fuerte empellón, pero debilitada por el súbito, y feroz ataque, no respondió. Solo lo miró, con aquel irónico interés, aquella mirada desafiante, de quien, pese a la adversidad, se cree vencedora.

Debido al golpe, Elres sintió como perdía por un momento el aire de sus pulmones, y eso lo tranquilizó como para darse cuenta de que había vencido aquel combate. Se irguió poderoso, hinchando el pecho, y mirando a la loba con crueldad, y con orgullo. No solo ganó aquel combate contra un monstruo con sus manos desnudas, situación que lo convertiría en un heroe para las generaciones venideras. También consiguió extinguir aquella raza maldita, hijos del Dios Negro, solo con sus astucia humana, y su planificación perfecta.

Pero no podía dejar de preguntarse, por qué la sarcástica mirada de aquella loba? Por qué insistía en desafiarlo con sus malditos ojos ambarinos?

De repente, se hizo más consciente del lugar, las paredes parecieron volverse más sólidas, al diluirse el velo rojo de furia que nublaba su vista. Los sonidos más claros, al desaparecer el palpitar de su corazón. El aire más frío, al desvanecerse el calor de su sangre. Y por una vez, sintió inquietud, y dudas.

Se giró, solo para ver varias decenas de sorprendidos pares de ojos observándolo. Sus hombres, algunos heridos, otros sin montura, y otros aguantando sobre el lomo de sus agotados animales, parecían aguantar la respiración al mirar a su Capitán.
La lógica le decía que debía sentirse orgulloso de su hazaña, estaban sorprendidos del combate, de como un hombre solo pudo, con sus manos, y con la fuerza de la Diosa Vida, derribar a uno de aquellos poderosos monstruos.

Sin embargo, se sintió empequeñecer, como un perrillo al que se le ha regañado por hacer algo mal, y casi tuvo ganas de gemir pidiendo perdón. Algo andaba mal. No eran miradas de elogio, ni de orgullo.
Era decepción, y temor lo que veía en sus ojos.

Se giró hacia la estatua del Dios Negro, y quiso llorar de impotencia.
Era obvio que expertas manos habían construido hacía mucho tiempo aquella perfecta obra de arte, los plieges de la ropa envueltos en vid que nacía a sus pies, las manos alzadas, convertidas en ramas, que acogían en sus amorosas palmas los nidos de los pájaros, el cuerpo esbelto, de sirena, formando las llanuras, donde los animales pastaban y cazaban, y los ojos amables lo miraban a él, sonriendo como una madre.

"NO!" aulló Elres, con voz ronca.

No era el Dios Negro quien lo miraba desde las mamóreas alturas. Era su Diosa Vida, la Diosa de los humanos...

"Estúpido!" ladró la loba, con una seca carcajada, "eres un pobre estúpido!"

Elres la miró, entre odioso e impotente.

"Que esperabas encontrar? Una puerta al mismísimo infierno? JAJAJAJA! Engendro racista!" espetó la loba blanca, en forma monstruosa.

Se levantó sobre las patas traseras, y caminó hacia él, no sin esfuerzo, pero ignorando el dolor de los cortes, y heridas. Se plantó ante Elres, y lo miró a los ojos. Estaban a la misma altura.

"La historia de mi gente cuenta que somos el pueblo elegido de la Diosa Vida, sus hijos directos. Nunca en la historia de nuestro pueblo se nos relaciona con el Maligno. Qué os hizo pensar semejante estupidez? Fue vuestra Iglesia de la Diosa? Es así como la honrais? Contando mentiras para masacrar su propia creación?"
"Pretendeis acaso que ella os premie tras haber diezmado a su pueblo elegido? A sus hijos directos?" ladró con sorna la loba blanca.

"Ya me ha premiado, estúpido monstruo!" rugió Elres, sintiéndose ofendido, "Me ha prestado la fuerza para derrotarte! Si quisiese protegeros, por qué no os dio esa fuerza a vosotros?"

La carcajada de la loba retumbó por toda la sala, no era cruel, ni maligna, tan solo sarcástica.

"Que te regaló la fuerza? Ciego estúpido, ésta es tu fuerza!" la loba le levantó las manos y se las puso delante, con una sonrisa orgullosa.

Cuando vio aquellos apéndices oscuros, deformes, y grandes como sartenes, cubiertos de un espeso pelaje castaño, y decorados con afiladas garras, casi cayó al suelo de la sorpresa. Incrédulo, se miró. Jirones de su ropa colgaban de su cuerpo, musculoso, enorme, cubierto de ese espeso manto de pelo. Sus piernas había sido convertidas en unas patas lupinas, gruesas como columnas, y en su trasero nacía una cola como un plumero castaño y crema.

"Imagino que conoces a tu madre... pero conoces a tu padre?" la loba rió.

Elres la miró con ganas de destrozarle la cara allí mismo. Claro que conocía a su padre, un caballero que murió en acto de servicio, asesinado por aquellos monstruos lupinos. Su abuelo siempre le contó la historia de su padre, defensor de la fé de la Diosa Vida, que dio la suya por proteger a los hombres de los seres malignos.

Dudó. Luego estaban aquellas otras voces, susurros silenciosos a su paso, que si bien nunca prestó mucha atención, lamentaban la desgracia de su abuelo por tener una hija fulana que busca en las bestias su regocijo, y un nieto bastardo y mestizo, fruto de esa unión pagana. Nunca supo a qué se referían aquellas voces, y ahora todo quedaba muy claro. Demasiado claro.

"Yo sí le conocí. Cometió el error de enamorarse de tu madre. Ella huía al bosque para encontrarse con él, y él se infiltraba en la ciudad para buscarla a ella. Cuando quedó embarazada, planearon escapar juntos, y venir aquí. Algunos aquí eran reacios, pero áceptarían. En tierra de hombres nunca podrían estar juntos sin que sus vidas peligrasen."
"Nunca llegaron a ejecutar el plan. Tu madre dudo, y reveló a tu abuelo su estado, alegando que había sido encantada por los conjuros malignos de tu padre. Lo entregó en bandeja, y cuando tu padre fue a buscarla para marcharse con ella, tu abuelo lo mató a traición, con una ballesta desde una ventana."
"Era un buen lobo."

Impotente, confuso, y dominado por el remordimiento, Elres aulló como un lamento, y corrió hacia el exterior. Pasó ante sus compañeros, que se apartaron como si tuviese la peste, y le dejaron huir. Salió del complejo laberinto de cavernas y pasillos. Y corrió por el bosque hasta caer exhausto.
Tenía mucho que pensar.