lunes, 24 de agosto de 2009

Acuérdate de Ellos.


Miraba con los ojos desorbitados por la sorpresa, mis dos amigos yacían en el suelo, inhalando las últimas bocanadas de oxígenos. Atenea convulsa, había comido el veneno que le habían lanzado, y su sangre emponzoñada contaminaba sus órganos. Esta inconsciente ya, con los ojos cerrados, y un rictus de sufrimiento en su rostro.
Había llegado tarde para consolarla, y eso nunca me lo perdonaría.

Robert no había comido el veneno, y el asesino, en su frustración, le disparó a bocajarro varios tiros con un rifle de caza. Desorientado, su pelo blanco moteado se teñía de carmesí, y su mirada débil, somnolienta por la pérdida de sangre, buscaba desesperado a alguien, cualquiera que le acompañase en aquel momento. Tenía miedo, y sus ojos castaños solo apreciaban a ver con impotencia como su negra compañera se quedaba totalmente inmóvil, y su respiración convulsa cesaba.
El terror lo embargó.

Con un grito desgarrador, salí de mi estupor, y me lancé contra Robert. Mis manos se cubrieron de aquel líquido pegajoso, mientras intentaba inútilmente taponar las heridas.
Robert gimió y, con un titánico esfuerzo, me miró de soslayo. Instantaneamente, pareció gemir de alivio, y los músculos tensos de su cuerpo, cada vez más frío, se relajaron. Le acerqué la mano a su rostro, y mis lágrimas cayeron sobre él. Robert me lamió la mano con delicadeza, como intentando consolarme él a mí, en vez de yo a él.
Llorando, lo abracé con fuerza, y entonces se marchó.

No me giré, no me hacía falta. Podía sentir los ojos estupefactos de mi madre, y la rabia que se acumulaba en las entrañas de mi padre.
Nuestras mascotas, nuestros amigos, nuestros compañeros de fatigas, estaban muertos de una forma cruel. La razón, nuestra mala decisión al elegir una casa con jardín, junto a un desgraciado al que no le gustan los perros.
Siempre estuvo encima nuestra, quejándose cada vez que los animales hacían algo. Al principio comenzó por exigir que nos deshiciésemos de Atenea, pues le daba miedo que saltase la valla de 3 metros, y atacase a nus niños de 3 y 1 año, solo por que ella era Dobermann.

Luego protestó por que Robert ladraba, y nos mostró una grabación donde, efectivamente, se le escuchaba ladrar con una agresividad extraña en él, puesto que nunca había sido ladrador, y mucho menos agresivo. Con unas cámaras descubrimos que le echaba agua con la manguera, y ello desencadenaba frustración en él.
Le pedimos que no volviese a mojar al perro, ni a acusarnos por que no le gustasen los animales, puesto que ellos no estaban haciendo nada.

Luego se quejó por que el viento traía pelos de nuestros perros a su jardín, donde jugaban sus mocosos. No niego que esto pudiese ser cierto, pero el viento trae muchas cosas a los jardines, y no creo que lo más peligroso sean los pelos de unos perros limpios y sanos.

Nos denunció incluso por posesión de un PPP (perro potencialmente peligroso), pero tuvo que pagar él el juicio, dado que ni Atenea era un PPP, y debido a que nuestros dos perros tenía los seguros correspondientes, pese a no ser considerados PPP.

Es posible que en su frustración por no conseguir deshacerse de los animales por la vía legal, esperase poder hacerlo con la sutilidad del veneno. Pero si bien Atenea era más confiada, Robert era más avispado, y ya desde que le mojó con la manguera se mantenía alejado de la valla. El cabrón del vecino supo que nunca conseguiría engañar a Robert, nunca cogería nada que tuviese su olor, y en su frustración cogió su escopeta de caza, y se lió a tiros con el perro.

Juré que habría justicia. Las leyes funcionaban bien, y el asesino pagaría por el daño que le había causado a mis amigos, y a mi.

Como odié el mundo, como clamé, a mis tiernos 14 años, a los cielos en un desgarrador lamento de impotencia y rabia.
Una multa, una maldita multa de 3,000 euros, y 1,200 euros de indemnización a nosotros, el valor de los dos perros, según el precio medio establecido en el mercado. 1,200 euros es el valor que pone el mercado a mis dos perros, y la única justicia, pagar por el objeto que has roto. Eso es lo que ellos son, a ojos de la justicia, meros objetos.
Los daños psíquicos que pueda sufrir una persona por ver como su amigo, su compañero es asesinado impunemente, eso no se tiene en cuenta. EL sufrimiento de un animal envenenado, o desangrado, es algo semejante a unas ruedas rajadas, o una luna rota. Se paga el valor del objeto perdido, sin darle importancia a las emociones personales.

En aquel momento, juré veganza.

10 años más tarde, entré a trabajar cuidando en verano a dos chiquillos, una niña de 13, y un niño de 11. No tengo mucha experiencia con niños, pero necesito el dinero, y este trabajo no era demasiado difícil. Hasta un tonto sabe hacerle un sandwich a un niño, y ponerle una película.

Me senté con los dos mocosos, que desde el principio me cogieron bastante confianza, en el sofá a ver la tele y comer helado. Sobre la mesa dejé mi cartera, el movil, y las llaves del coche, que llevaba en el bolsillo, para poder sentarme más agusto.

El niño pequeño cogió la cartera, y la abrió. Dentro tenía una foto de mis perros, mis pobres perros. El niño hizo una cara rara, y me miró como si hubiese venido de otro planeta.

"Te gustan los perros?" me preguntó, entre intrigado e incrédulo.

"Sí." respondí con una sonrisa. "A tí no?"

"NO!" exclamó el niño, como estupefacto. "Los perros son estúpidos, sucios, y peligrosos. Podrían matarme si los tengo en casa."

Levanté una ceja. Realmente nuestra sociedad se había aborregado, si los niños que antes nos moríamos por tocar a los perros, hoy les tienen miedo como si fuesen poco menos que dragones. Miré a la niña, inquisitiva. Me preguntaba si ella también era igual de estúpida.

"Me dan miedo, mi padre me dijo que uno como ese negro me intentó morder de pequeña, y él tuvo que matarlo para salvarme la vida." respondió, tímida, y se llevó la cuchara a la boca.

Fruncí el ceño. No había sido buena idea aceptar este trabajo, era totalmente contrario a mis convicciones, el tipo de familia y de padres que más detesto. Personas que enseñan valores morales crueles, y estúpidos a sus hijos, porque son sociópatas débiles de caracter, fracasados sociales, incapaces de hacer que sus deseos salgan adelante, y por ende frustrados con el mundo a su alrededor.

La niña tosió dos veces, y yo la miré. Parecía que se había atragantado con el helado, puesto que estaba muy blanca, y tenía la boca abierta, y la mano en el cuello, como si le costase respirar. Tanto el pequeño hermano, como yo, la miramos entre intrigados, y asustados.
De repenté, se desplomó en el suelo, y comenzó a convulsionar con fuertes espasmos, una espuma blanca y verdosa saliendo de su boca.

"Mierda!" grité, levantándome, y corriendo hacia la niña, que tenía los ojos en blanco. "Corre, traeme el teléfono!" le grité al hermano.

El niño tardó un poco en reaccionar, congelado en el sitio por la sorpresa.

"CORRE!" le urgí, nerviosa, sin saber que hacer.

EL niño reaccionó, y corrió hacia la habitación de sus padres, escaleras más arriba. Que estúpido hay que ser para no tener un teléfono a mano en la planta baja, aunque también era posible que no fuese un teléfono inhalámbrico. No le dí mayor importancia, la situación era muy delicada, y si fallaba, acabaría entre rejas.

Al bajar el niño con el teléfono, me encontró a mi, en pié, con cierto placer macabro manifestándose en mi rostro, y encañonándole con una pistola que tenía mis huellas dactilares, y las de más gente.

"Me lo habeis puesto muy fácil." dije, y disparé varias veces a bocajarro.

Cuando el padre de los dos niños llegó a casa, se encontró el terrible crimen. Al principio se llevó las manos a la cabeza, gritó de impotencia al encontrar a sus dos hijos muertos, lloró ante los dos cuerpos, ya fríos, y en un acto de locura, intentó llamar al médico para que les salvasen la vida.

En ese momento encontró, sobre la mesa, una especie de nota. En ella se leía;

"No pienses en mí. Yo no existo. Acuérdate de ellos."

Al darle la vuelta, se percató de que era una foto, donde salían dos perros sonrientes y alegres, un dobermann, y un dálmata.
Reconoció al instante a aquellos animales, los había matado en un acto puramente egoista, por la simple razón de que no le gustaban los perros. Los mató exáctamente igual a como habían muerto sus dos hijos.

Se iniciaron las investigaciones, se recogieron muestras de pelo, de piel, huellas dactilares de la pistola, del coche que la niñera había llevado, puesto que fue alquilado. Pero no sirvió de nada. Aquella persona no existía en absoluto. No había ningún registro de ella en ninguna parte del mundo, nadie la había visto, nadie la recordaba.
No sabían como lo había hecho, pero efectivamente, ella no existía.

Y sin embargo, se había cobrado su venganza.

NOTA; Un cuento raro y macabro, ya lo sé. Pero hoy llevo todo el santo día escuchando a la perra de un vecino (un mini chucho con voz de pito) ladrando, desde las 8 de la mañana, hasta las 11 de la noche, y se me han pasado por la cabeza mil formas de hacerla callar. Qué dolor de kabolo!

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